Hernán Francisco Pas es Profesor en Letras. Nació el 4 de agosto de 1974 en la ciudad de La Plata. Publicó el libro de poesías Hojas de invierno, Ediciones Al Margen, 1998., y varios poemas en distintas revistas. Algunos de sus poemas y cuentos formaron parte de Antologías. Actualmente realiza la Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de La Plata.

 

Literatura y Política. Reescrituras de fin de siglo.

 

“Este asunto del lenguaje es el más vistoso pero no el más urticante.

Ciertamente, todo es lenguaje en un escritor que sea tal, pero basta

precisamente con haber comprendido esto, para encontrarse en un

mundo de los más vivos y complejos, donde la cuestión de

una palabra, de una inflexión, de una cadencia se transforma

de pronto en un problema de costumbre, de moralidad.

O, sin más, de política”.

Cesare Pavese.

 

En un ensayo bastante reciente, César Aira hace referencia a esa estrategia particular de la que se adueña un ensayista en la elección de su tema y que suele quedar declarada en el título: la presencia de dos términos conjugados. Así, por ejemplo, “La muralla y los libros”, de Jorge Luis Borges. En su ensayo (titulado “El ensayo y su tema”, no podía ser de otro modo) Aira alude a la proliferación de ese tipo de estrategias en la década del 60, cuyo architítulo era Marxismo y Psicoanálisis: de allí todos las derivaciones posibles de términos conjugados que formarían una especie de grilla temática.

Lo que me interesa del ensayo de Aira son dos cuestiones: una, el hecho de que esa misma grilla temática pueda actualizarse extendiendo las coordenadas y agregando a los mismos términos el prefijo “post”; la otra, la hipótesis de que el tema del ensayo son, en realidad, dos temas. No es el encuentro de un autor con un tema sino el de dos temas entre sí, nos dice Aira.

Intentaré llevar a cabo ese encuentro particular entre política y literatura pensándolo geoculturalmente y, además, lo que de alguna forma dependerá de ello, ver hasta qué punto el prefijo “post” del que hablaba Aira es, precisamente, un “agregado”, un añadido al que el pensamiento actual, que de ningún modo puede circunscribirse a una ideología o filosofía particular, recurriría mediante un confuso gesto (y aceptado en tanto mantiene el statu quo de ese pensamiento) que pendula entre cierto snobismo intelectual y el enmascaramiento de los efectos precisos (políticamente hablando) que supone tal gesto[1].

 

Post-colonialismo, o cómo situar “Pierre Menard, autor del Quijote”. Una introducción a la problemática de la postmodernidad.

“Lo que no hacen nuestras novelas es contar la historia

tal como la contaban los realistas del siglo veinte, sino

tal como hoy se la puede contar, partiendo del interrogante

de que nos interesa escribir novelas que interroguen

de qué historia se trata y cómo la contamos”.

Juan Martini.

 

Empecemos por una paradoja: todo proceso de deshistorización puede ser perfectamente historizable. ¿Qué es, al fin, el “fin del la historia”?. Actualmente opera una excéntrica confusión. Se sabe: el pensamiento occidental ha sufrido una inflexión: la metafísica como horizonte filosófico y moral ha caído en desprestigio. De ahí que el hilo de Ariadna de los pensamientos totalizadores se haya convertido en el duro ovillo enmadejado de las débiles ideas. No hay una historia única, nos dicen, por lo tanto, no hay historia.

Vattimo el “filósofo” italiano (las comillas suplantan el prefijo post) que más ha defendido esta última idea, señala que, a contramano de lo que vaticinaba Adorno, los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías sirvieron no para administrar la conciencia de los ciudadanos sino para una “explosión y multiplicación general de weltanschauungen (concepciones del mundo)[2]. Pero en lo que no se detiene este ideólogo del pensamiento débil es en el hecho de que mientras surge esa explosión de las diferencias la cultura global viene a decirnos que el horizonte de la ley (la letra en tanto imposición) es uno para todos. El hecho de que un peruano, un argentino y un japonés puedan comerse un “Burger King” en sus respectivas ciudades-metrópolis (digieran el Burger y súmense al espectáculo) no esconde lo que se escapa a la abolición de las fronteras: el quién. El hecho de que las fronteras culturales ya no coincidan con las fronteras políticas no es más que una parte de ese espectáculo[3].

Si nos situamos históricamente lo que aparece como cultura global es menos una debacle de las estrategias de dominio político cultural que otra de las manifestaciones del imperialismo. Es interesante, en este sentido, el caso de Said, un intelectual palestino residente en Estados Unidos, quien señala en su libro Orientalismo (1990) la mudanza de las estructuras del imperialismo decimonónico hacia Norteamérica durante el siglo XX (en el apartado final Pedagogías y diagramas, retomo su figura para desandar las estrategias del discurso crítico frente a las estructuras de dominación). Más interesante aún resulta para nosotros la actualidad del discurso político de José Martí, quien ya a fines del XIX, siendo corresponsal ante la Conferencia Internacional Americana en New York, vaticinaba y prevenía sobre esa misma situación.

Desmadejemos el ovillo. El no poseer fundamento para interpretar la historia es el fundamento para hacer de la historia un museo (metáfora que a Vattimo agradaría ya que remite a uno de sus exponentes teórico-filosóficos, Nietzsche, y a su idea de “el jardín de la historia como guardarropas de disfraces teatrales”)[4].

Por otra parte, Vattimo nos viene a decir aquello que cualquier lector interesado puede hallar en los relatos aztecas sobre la conquista escritos por Sahagún: por qué homologar la voz del franciscano a la de los conquistados; por qué autorizar esa voz como la voz de la historia de los vencidos. Y en nuestra historia (mal que les pese a muchos) sobran ejemplos de este tipo de cuestionamientos que son, en definitiva, la puesta en duda (algo decididamente moderno) de la voz que se impone. ¿Merece analizarse el gran relato de que se acabaron los “grandes relatos”?.

Hay una excéntrica confusión que ha hecho malgastar volúmenes considerables de tinta y de papel: la de homologar el pensamiento postmoderno, con sus presupuestos ideológico-discursivos, con las manifestaciones artísticas que comienzan a marcar una ruptura con modos tradicionales de representación a partir de lo que, en el campo del arte, se conoce como vanguardia histórica[5].

La historia de la literatura y el arte es una constante discusión con el realismo. Lo que se conoce como neovanguardia y que muchos confunden con los fundamentos teóricos de la postmodernidad es la irrupción de un nuevo orden de representación basado en una irritante desconfianza en las palabras. El famoso boom o lo que se llamó “nueva novela latinoamericana” es, entre otras cosas, un antecedente de esa desconfianza pero con características singulares que remiten al espacio geocultural de creación. Gabriel García Márquez, en una reunión de intelectuales convocados a mediados del 80, dijo que “toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer”. Palabras que codifican su propia escritura: lo mitológico de Macondo y lo imaginario se entroncan con la historia de Colombia y de Latinoamérica parodiando los sucesos de Cien años de soledad en estas tierras. Esa dificultad por hacer creer nuestra historia se apropia (anticipadamente) del pastiche, del pop, de la parodia, cuestionando y permitiendo otras vías de acceso a la historia, recuperando nuevos sentidos, nuevas voces, viejas tradiciones. Lo “real maravilloso” como emblema del boom latinoamericano se convierte en el postboom en “realismo delirante” o “realismo ingenuo”: la deificación de versiones de identidad latinoamericana desmontadas cuando el movimiento cayó en el consumo. Su tema principal: la realidad, lo real.

Hay un excéntrica deshistorización que confunde. La yuxtaposición de discursos dispares o el uso del pastiche o lo paródico de la narrativa Latinoamericana se explican mejor teniendo presente que se originan dentro de una historia cultural en la que el ensayo, la autobiografía, la crónica y el documento histórico han sido injertados en una considerable cantidad de textos que forman parte de nuestra formación cultural (basta leer el Facundo). La incorporación de esos textos dentro del postmodernismo no hace más que reducir la complejidad de sus intertextualidades y quitarles peso a sus relaciones históricas con la tradición.

Esa excentricidad se evidencia cuando se quiere ver en Borges al primer impulsor del postmodernismo en estas latitudes: quienes así lo contemplan, aducen que su “Pierre Menard, autor del Quijote” (Ficciones, 1944), el novelista que reproduce con exactitud la novela cervantina, es una prueba de ello en tanto simboliza las relaciones de la post-modernidad con el pasado.

Si fuera así, llegaríamos a un juicio no menos excéntrico al postular que, ante la evidencia de que los textos conservados en lengua náhuatl sobre la conquista estarían formados por fragmentos modificados, que retoman distintas tradiciones precolombinas, esos relatos por encima de hablarnos de lo que no se habla, nos hablarían también de una suerte de intertextualidad o fundacional teoría del texto avant la lettre.

 

 

Literatura y política.

“Es bajo la presión de circunstancias históricas que se modifica

lo menor, un elemento formal cualquiera, y lo mayor,

una concepción de la literatura”.

Noé Jitrik

 

 

Si aceptamos que las relaciones de la política con la literatura no equivalen a las relaciones de la literatura con la política, es porque entre ambos términos existe una relación asimétrica. Pero es precisamente esa asimetría, esa relación compleja y heterogénea la que señala el conflicto permanente como un oscuro lazo que por su propia materialidad suscita una definición tanto de la literatura como de la política y aún de su relación y, así, volvemos al principio.

Para escapar a esas rencillas apremiantes (solaz de la crítica especializada y especializante) cabe la posibilidad de pensar la literatura y su relación con la historia (política, social, económica). Así, literatura y política se comprenderían dentro de un proceso cultural activo que pondría en escena los límites de esa relación como también sus consecuencias.

¿Qué nos dice ese proceso? ¿Qué conjeturas posibles?. Evidentemente la política refleja hoy una experiencia diferente de la que representaba, digamos, 30 o 40 años atrás. Durante los sesentas y setentas América latina vivió una oleada de grandes movimientos populares (años 45-55 en Argentina, 56-59 en Cuba) y la estética literaria se saturó de política y, en esa saturación, la literatura respondió con un pliegue (su autocrítica), una ruptura (salvoconducto), un cambio de sitio (reestructuración). Las palabras agotaron su referente político y se agotaron. Buscaron oxígeno en sí mismas, es decir, en sus fundamentos.

Países como Paraguay, Uruguay, Chile y Argentina sufrieron los brutales efectos de gobiernos dictatoriales y esa brutalidad se hizo sentir en las letras.

20 años después de la caída del gobierno dictatorial en Argentina se empieza a escribir una Historia Crítica de la Literatura Argentina como ya habían hecho los españoles cuando cayó el régimen franquista. Y el movimiento de la literatura argentina en transición hacia la democracia, como el de la literatura española después de la muerte de Franco, registra en sus temporalidades y en sus linajes, en sus señas y sus discursos la necesidad de inquirir el pasado (reciente), la memoria y su olvido, la reconstrucción o deconstrucción de la historia y hasta el propio estatuto de la Historia con mayúsculas (ver nota 4). Eso es evidente en muchísimos escritores que ya venían trabajando sus respectivas poéticas durante los sesentas y setentas. “¿Hay una historia?” pregunta (y se pregunta) el narrador en Respiración artificial de Ricardo Piglia, la primera frase que abre la novela. “Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia” se afirma en La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera (frente a las lúdicas y post ideas de un “fin” de la historia, su acabamiento). “¿Qué historia es ésta?, ¿qué hay más allá de la incesante bruma, del insalvable abismo?” se pregunta en La vida entera de Juan Martín.

La memoria es otra de las figuras (relacionada a la “experiencia” y a la historia) que aparece constantemente interpelada en narradores y poetas como Tununa Mercado, Mario Benedetti, Juan Gelman. Los rastros de la experiencia del pasado reciente en Argentina (y otros países) aparecen incorporados, trabajados e inquiridos como material por casi todos los escritores durante los ochentas y noventas (y aún en este nuevo siglo que, desde esa perspectiva, puede considerarse todavía continuación del anterior. Por otro lado, el boom de la novela histórica de los ’90 respondería a la necesidad de leer la intimidad del gran relato nacional en personajes históricos; aunque diferida, esa “necesidad” aparece en La revolución... de Rivera, donde el cuerpo es una figura central del relato). En esa brutalidad, sobre la inocencia ya perdida vía (neo)vanguardias, mercado y nuevos modos de representación las palabras escamotearon nuevos límites: lo que se llama pensamiento postmoderno representa, entre otras cosas, la (aparente) carencia de la profundidad ideológica que no hace muchos años marcaba fuertemente la experiencia. (Y digo aparente pues me reservo los efectos de esa carencia. Si el arte halla en sí las respuestas para sus propias preguntas, la historia, por otro lado, halla las suyas). En qué medida se relacionan dictaduras y la aparición del “pensamiento débil” es harina de otro costal que este ensayo no se propone hurgar.

Lo que este proceso nos muestra es que el potencial crítico de un escritor y su literatura (y habría que decir de la literatura toda) se encuentra hoy en crisis. Y la crisis tiene que ver con la ausencia de certidumbres o, para decirlo de otro modo, con la única e irritante certidumbre de que lo único cierto es la presencia de su ausencia (algo como la circularidad del viejo sofisma socratiano “sólo sé que no sé nada” renunciado por San Agustín). Esta ausencia, esta inquisición a lo real, esta circularidad apremiante del pensamiento actual, se proyecta sobre la implicancia que literatura y política mantienen en la tradición (o tradiciones) cultural(es) Latinoamericana.

 

 

Nación y barbarie. Las otras escrituras..

“No trate de economizar sangre de gauchos.

Este es un abono que es preciso hacer útil al país.

La sangre es lo único que tienen de seres humanos”.

Carta de Sarmiento a Mitre.

 

 

Ocurre que tal implicancia nunca resuelve su conflictividad. O, si la resuelve, cae en riesgo del automatismo de los extremos. Y esa irresolución, esa mancha, se particulariza, vale decir, se localiza en estas tierras: los países latinoamericanos no sólo se fundaron mediante la escritura como imposición, como ley, aquella función que el crítico uruguayo Angel Rama reconoce para lo que él llama “Ciudad Letrada” (y que a algunos intelectuales no deja de parecerles aún hoy demasiado antiprogresista), sino, y en este segundo movimiento reside lo fundamental de su constitución, en la reapropiación salvaje (en todo sentido) de la civitas metropolitana conquistadora. Doble gesto de violencia: la letra en tanto imposición impone un reaseguro de apropiación (salvaje). Y es en esa reapropiación, en esa traducción que traiciona, traduttori tradittori reza el conocido refrán en italiano, donde se tuercen las fuerzas en términos de política cultural. Pasaje que pone en escena la dinámica inherente de la traducción y sus abanicos de posibilidades y que, por eso mismo, cobra real significado político para la literatura latinoamericana Y es que las culturas de América Latina y, en nuestro caso particular, del Río de la Plata, traducen y traicionan.

Moreno traduce el Contrato social de Rousseau. Sarmiento traduce, con sus gramáticas y diccionarios franceses prestados, en un gesto ampuloso que remarca el salvajismo de la re-apropiación, doce tomos de literatura francesa (¡y los sesenta de la colección de Walter Scott!)[6] pero traduce, a su vez, su imagen (nunca vista) de la pampa en las páginas de su Facundo (se sabe que Sarmiento escribió el Facundo en Chile y que no conocía lo que en sus páginas asomaba como la pampa Argentina). Alberdi traduce el sistema constitucional norteamericano en sus Bases, al modo en que lo hicieron otros países hispanoamericanos, como México, lo cual lleva a afirmar a Octavio Paz que impulsados por prejuicios los hispanoamericanos hicieron suyas las ideas de la Ilustración y de democracia norteamericana. Mariátegui, lee y traduce a Marx y escribe los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Mitre, quien conocía los idiomas inglés, francés e italiano, traduce a Hugo y a Taine pero también traduce/traiciona su lectura del pasado argentino en lo que llegaría a constituirse en historia oficial, es decir, el oficio de un pasado sujeto a la letra (que, como tal, se impone).

 Si lo pensamos en el terreno político, o en el de las ideas, José Carlos Chiaramonte, uno de los estudiosos de nuestra historia (intelectual y política) señala que el pasaje del liberalismo supuso que en Argentina nuestras elites adoptaran  “el liberalismo tal cual se daba en Europa en esa época, es decir, como ideología ya acabada que descansaba en un sistema socio-económico, el capitalismo, que ya había logrado asentarse definitivamente. Se ignoró en cambio el primer liberalismo, o en todo caso se lo tergiversó, que fue la concepción del mundo de ese mismo sistema, pero cuando todavía luchaba por triunfar sobre las estructuras de la sociedad feudal”. A la misma idea, aunque por otra vía, llega Ansaldi en un trabajo cuyo sólo título nos da la pauta de esa tergiversación Soñar con Rousseau y despertar con Hobbes... . Otros autores, desde un enfoque completamente distinto, llegan a precisar igualmente esta conflictiva formación en la estructura social (y cultural) Argentina (y americana). Así, Kusch, en su análisis “herético”, desde una perspectiva fenomenológica, señala: “La América mestiza adopta ese liberalismo, no por evolución sino por principio o más bien prejuicio. El liberalismo permitía al ciudadano justificar la ficción irremediable de la ciudad y convertirla, de esta manera, solapadamente, en nación. Ello trae como consecuencia la disolución de toda estructura propiamente nacional y genera (...) la separación entre las capas raciales y crea una distancia provechosa entre la ciudad y el interior”(Kusch, Rodolfo, La seducción de la barbarie, 1953). Este tipo de procesos, ligados a la necesidad de llenar un vacío (que no era tal, pero que la mirada romántica [también traducida] supo traspolar en mecanismo eficiente de estereotipo) son los que ponen en evidencia los circuitos de la letra en América Latina.

Ese circuito es el de las otras escrituras. Las escrituras sobre lo otro. Las palabras llenando el eco de la voz silenciado de lo otro que, en estas tierras, al principio eran los indios (en el último apartado vuelvo sobre la figura de lo otro, que toma en nuestra historia cultural colonizadora la forma de lo “bárbaro” de la antigüedad). Gelman, en su poema “Defectos”, poetiza ese circuito (que denuncian tanto Rama como Cornejo Polar):

 

“Lobo Amarillo se sentó y dijo

‘los blancos contaron un solo lado de las cosas’

‘contaron para su placer’

‘contaron mucho que no es la verdad’

‘solamente lo mejor que hicieron y solamente lo peor que los

indios hicieron el hombre blanco contó’

 

Lobo Amarillo sentado dijo:

‘¿fue así porque nosotros no juntamos palabras mudas

y quietas’

‘¿fue así porque escribimos con humo y con tambores?’

...

‘¿fue así porque no ponemos corazón en papelitos?’”

 

Gobernar es poblar, decía Alberdi. Gobernar es poblar, decía y escribía. Escribía para crear. Crear para gobernar. La literatura como producto de la modernidad fue la escritura sobre lo otro. La alteridad en todas sus formas (indio, gaucho, mulato, judío, extranjero) es la materia donde la escritura fijó sus límites: la Nación. En esta perspectiva, citando a Raúl Antelo (Algaravia, 1998), lo nacional, para ser tal, realiza el plural de su sentido, no varios sentidos.

Sentidos de la letra en América Latina. En Escribir en el aire (1994) el peruano Antonio Cornejo Polar los interpela. Y dice: “la escritura ingresa en los Andes no tanto como un sistema de comunicación sino dentro del horizonte del orden y la autoridad, casi como si su único significado posible fuera el Poder”. El Estado en América Latina se escribió sobre lo otro. En el doble gesto de apropiación aún hoy (sobre todo hoy) sigue en pie el problema de “representar” al otro, a lo otro.

“No soy un aculturado” proclamaba José María Arguedas en ocasión de otorgársele el Premio Inca Gracilazo de la Vega, en 1968. Arguedas es quizá quien trabajó con más conciencia y rigor los procesos de transculturación, y uno de los escritores que más hondamente se ha sumergido en el problema de la representación del otro, de la lengua y de la escritura en tanto imposición y de las posibles mediaciones (o soluciones) a esas problemáticas. Y quizá también su figura pueda ser el emblema de esa resolución.

 

En la lectura de un libro sobre el ensayo de Liliana Weimberg me encuentro con lo siguiente: “No nos cansaremos de insistir en que el problema de la representatividad del escritor y la búsqueda de una ‘comunidad’ de historia y de sentido son dos de las características fundamentales del ensayo hispanoamericano”. Quizá pueda decirse que una de las “características fundamentales” de la literatura latinoamericana sea su condición ensayística: ensayo sobre la realidad, sobre la memoria, sobre lo real, sobre la propia literatura, sobre el ensayo.

Ensayo, además, que pone en evidencia la búsqueda de un “yo” en un “nosotros” a través de políticas de la letra que se erigen frente a lo otro, políticas que se constituyen en la autoconciencia “sub” más que “post” y, en este sentido, localizadas por un desplazamiento.

Este es el movimiento al que me refería más arriba cuando hablaba de los circuitos de la letra en América Latina: el de re-apropiación que, como tal, se posiciona políticamente (y ya prefiguramos relaciones entre política y literatura) desde su condición pendenciera (frente a la violencia de un logos central, representado por Occidente)[7]. Posición pendenciera, que en la trifulca engulle lo incontinente de la letra que se impone.

Movimiento que se puede rastrear históricamente y que halla se explicitación programática en el Manifiesto Antropógrafo de la vanguardia brasilera: una “mentalidad prelógica” que absorbe, devora, transformando, en esa deglución la materia. Y aquí el término “prelógico” hay que entenderlo en oposición a la lógica occidental. Es un pasaje a estas tierras.

 

 Política y literatura. (El escritor y sus figuras).

“¿Qué creéis que es un artista? ¿Un imbécil que no tiene

más que ojos si es pintor, que oídos si es músico,

que una lira en cada compartimiento del corazón si

es poeta? No, el artista es también un ser político.”

Picasso.

 

En ocasión de su visita a Buenos Aires, el escritor español Juan Marsé fue invitado por la Universidad a brindar una charla o conferencia. Durante esa charla, Marsé fue interpelado por una persona del público (presumiblemente alumno de la Carrera de Letras de la UBA) desde los saberes (académicos) actuales (y actualizados). Marsé no sólo respondió a esa pregunta, sino que se extendió en una especie de clase acerca del post-estructuralismo, la crítica literaria y sus derivados.

Esta anécdota señala que, a diferencia de lo que sostenía Masota en la década del 60 (v. Conciencia y estructura, 1968), el escritor contemporáneo no sólo no desconoce los presupuestos de la crítica (hoy post-estructuralista) sino que esos mismos presupuestos están, por decirlo de algún modo, subyacentes, implicados en su propia escritura.

No podría ser de otro modo desde el momento en que, en palabras de Octavio Paz, “el arte moderno, desde su nacimiento, fue un arte crítico”. Y es precisamente ese potencial crítico lo que da a la literatura su carácter moderno. Ese sustrato, históricamente, se relacionó con la figura del intelectual: pensemos en el caso Dreyfus y en la figura de Emile Zola. La figura del escritor, como hombre de letras, tuvo desde entonces ese otro rostro.

Recuerdo en este momento una nota publicada en la revista Clarín en la cual se entrevistaba a Ricardo Piglia en ocasión de habérsele otorgado el Premio Planeta por su novela Plata Quemada. La nota desprendía desde el título el carácter irónico del entrevistado, decía algo así: “Ahora soy un intelectual”. Evidentemente el escritor, o el hombre de letras, siempre ha comulgado con esa otra figura, una suerte de desdoblamiento. E histórico. Me detengo sólo en el caso argentino, por ser el que mejor conocemos todos; veamos: el escritor como intérprete y guía de las masas, desde la generación del 37, pasando por Sarmiento hasta recalar en Lugones; ya entrado el siglo XX, el escritor comprometido (vía Sartre), digamos Walsh, Viñas, etc. Actualmente, ese otro rostro, parece desfigurarse. O mejor: su figura es la “insoportable levedad” de su figura, más allá de las intervenciones en términos de política cultural en casos específicos y ellas mismas especializadas.

El escritor también padece y lucha hoy contra lo que Cornejo Polar llama “autismo disciplinario”. Y en esa lucha es donde se pone en juego el carácter moderno de la literatura: su potencial crítico. Pues ella misma ha sufrido los avatares de la cultura post y los límites que ésta impone. El arte en la postmodernidad se ha espacializado (se comprueba mejor en la plástica y la arquitectura; o, para buscar un ejemplo en la narrativa del presente, podemos ver que el tiempo en la novela Los cautivos, de Martín Cohan, está “espacializado y dividido entre la estancia y el exilio”[8], o la fragmentación que da sentido en la novela La vida entera de Juan Martín, relatos que consisten en avances y retrocesos, que quiebran con la pretendida linealidad de la Historia), ha mudado el sentido a las superficies y la tecnificación (como fue prevista en el Cortázar consagrado de los 70 por su ensañado crítico, David Viñas) que coadyuva a la seducción de lo espacializado (y especializado) no siempre es fácil de escamotear. La re-estructuración del campo literario producida por la irrupción de nuevas tecnologías comunicacionales, acusa el desafío (pensemos en Manuel Puig, a quien ya citamos, y su inserción en la literatura argentina desde un lenguaje literario totalmente innovador) y padece sus límites. Cuando todo es parodia se acabo la parodia, diríamos.

La figura del escritor en su escritura. El escritor y sus figuras. Tomo las palabras (y la figura) de un escritor joven, uno de los tantos que actualmente se debaten en los conflictos de la cultura postmoderna: “la literatura, si hasta ahora tuvo como inscripción o consigna su potencial crítico, desde hace un tiempo esa misma inclinación se manifiesta también bajo la forma de pérdida o nostalgia”, dice Sergio Chejfec (y de él también el ejemplo de las “instalaciones” como nuevas formas de arte, cuya “volatilidad” de la organización espacial y el fuerte enlace referencial de los objetos utilizados nos mostrarían la contradicción inherente a este tipo de “representación”). Y agrego a esas palabras, las de otro escritor más viejo, cuya poética (y figura) nada tiene en común con Chejfec y cuyo aprendizaje se remonta a los 50: “Y la palabra no existe, como quieren algunos ideólogos de la derecha, para ser el protagonista de la nueva narrativa latinoamericana. No, el protagonista sigue y seguirá siendo el hombre; la palabra, su instrumento. Pobre futuro nos esperaría a los latinoamericanos si un día la palabra llegara a ser verdaderamente el protagonista, y el hombre su instrumento” (Mario Benedetti, El ejercicio del criterio, 1995). Superar esos límites, aunque disímiles, la inclinación a la “pérdida o nostalgia”, la palabra como único protagonista, es hoy la consigna política de la literatura.

 

Reescrituras de fin de siglo.

“Por más profundas que sean las diferencias entre un artista

y otro, hay algo que los une: el estilo de su época.

Es la marca de la temporalidad pero no abstracta

sino histórica”.

Octavio Paz.

 

Volvamos a las ficciones del presente (argentino) y al análisis de Josefina Ludmer citado más arriba[9].

Allí Ludmer ensaya acerca de las temporalidades del presente en novelas publicadas en el año 2000.  Allí se habla de los modos en que las distintas temporalidades (presentes) se entrelazan, y podríamos decir que estos modos implican a la vez distintos niveles: memoria, fundación y relato familiar.

De la memoria ya dijimos algo con respecto a las escrituras de transición que va de la post-dictadura hasta el presente (v. apartado: Literatura y política).

Acerca del “relato familiar” podemos retrotraernos a uno de los relatos fundacionales (y aquí “fundación” ya empieza a funcionar) de la literatura argentina: los Recuerdos de Provincia de Domingo Faustino Sarmiento.

Allí el autor ensaya (y aquí otra vez la hipótesis de una literatura Latinoamericana ensayística) una historia de próceres y sucesos “familiares”. Lo que se excluye, lo que se olvida, no cuenta en esa historia novelada. Para Sarmiento los acontecimientos olvidados, o, más estratégicamente, puestos en olvido, no representan ninguna verdad esencial desde el momento en que sus Recuerdos son conocimiento tanto de sí mismo como de la realidad histórica nacional: hay, entre el biógrafo Sarmiento y el trasfondo histórico, un reconocimiento explícito que otorga veracidad a ambos planos: la realidad de América es la realidad de Sarmiento - viene a decirnos esta autobiografía -, en donde la verdad literaria asume también el estatuto de verdad histórica.

Así, el relato familiar (fundacional) de la literatura argentina trabaja los materiales haciendo un cruce entre biografía o historia familiar e historia nacional: una tradición que, con temporalidades distintas, llega hasta hoy (pensemos por ejemplo en el Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso).

En ambos modos de pensar las temporalidades presentes (y en los distintos niveles que se presentan aquí) hay una formación cultural que remite a lo fundacional de la cultura argentina: “civilización y barbarie”, y que se modula en las distintas temporalidades que analiza Ludmer. Hay un ir al pasado (desde el hoy) en las subjetividades narrativas (del presente) que entrelaza con esa formación (ese dilema, según Maristella Svampa) de “bárbaros” y “civilizados”. Dice Ludmer: “Las diferentes temporalidades del pasado, y sus sujetos, se acumulan en un presente cuya única dirección es hacia atrás, hacia la fundación. Todo se remite a lo anterior en cadenas familiares y genealógicas, y creo que este era uno de los modos de imaginar, simbolizar y pensar dominantes en Argentina en el 2000”.

“Dominantes” que llevan hacia la “fundación”. Fundación que nos habla, desde el pasado, del presente.

 

Pedagogías y diagramas.

(Coda y algunas digresiones).

 

“¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay

universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte

del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los

pueblos de América?. A adivinar salen los jóvenes al mundo,

con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir

un pueblo que no conocen””

José Martí.

 

“La incapacidad para ver el mundo desde nosotros mismos

 ha sido sistemáticamente cultivada en nuestro país”.

Arturo Jauretche

 

Una de las formaciones culturales que aparece en casi todas las temporalidades de las narrativas de fin de siglo (v. nota 7) es la dicotomía decimonónica latinoamericana de “civilización y barbarie” (aunque habría que subrayar que el elemento conjuntivo es un eufemismo, pues la verdadera conjunción de este ideologema liberal en nuestra historia es disyuntiva: “civilización o barbarie”).

 Anteriormente hice referencia a la traducción como forma de operar sobre la realidad. Un diagrama, en este sentido, sería una manera de entablar conexiones con la realidad. Esta idea nos lleva a desandar cuestiones que tienen que ver con la potencialidad crítica de la literatura en el momento actual. En América Latina los diagramas dominantes (aquellos que se impusieron a lo largo de la historia) han estado conectados a formas pedagógicas colonizadoras. Estas nacieron en la imposición, nacieron en la colonia y necesitaron mucho tiempo para obliterar su traducción.

De este modo, la vieja dicotomía sarmientina se configura como una de las formaciones culturales (pedagógica primero, simbólica luego) que a los argentinos pero también a los latinoamericanos aún hoy sigue estigmatizando (en términos culturales y de pensamiento). Aún opera ese estereotipo cultural. Es el Sarmientismo del que hablaba Jauretche[10]. Y la primera de sus criticadas “zonceras”. Y esa formación se sigue escribiendo (y operando) en la literatura: en Respiración artificial, de Piglia, cuando se pregunta “¿quién de nosotros escribirá el Facundo?”; o en las temporalidades de Los cautivos de Cohan (analizado también por Ludmer). Y en la poesía: los “bárbaros” piqueteros son poetizados por Diana Bellesi[11].

Para salir de la embocadura colonialista-imperialista de tales formaciones América Latina ensaya (en su literatura) su potencialidad crítica. Una de las cuestiones, siempre tan insistentes y hoy tan visitadas, es la posibilidad de crear nuestras propias pedagogías, es decir, nuestra propia teoría. Un caso ejemplar, que muestra que es posible teorizar teniendo como horizonte la propia realidad latinoamericana, y en el propio terreno de la pedagogía (strictu sensus), es el de la teoría pedagógica para la liberación o pedagogía de la liberación del brasilero Paulo Freire.

En la globalización imperialista se ensayan nuevos modos de re-apropiación: mudarse a los centros, “copar” pendencieramente, y (d)enunciar. Sobran ejemplos de intelectuales, críticos y ensayistas que señalan esta nueva realidad: Ludmer, Mignolo, Spivak, Said, Bhabha, etc; estos críticos (aunque no sean escritores literarios) se preocupan por el modo de pensar en términos de poder. La cuestión central es el lugar de la enunciación: quién es el que y desde dónde se crea[12]. Mignolo lo dice claramente: “las colonias producen cultura y los centros metropolitanos producen discursos intelectuales que interpretan esta cultura, reinscribiéndose a sí mismos como el único locus de enunciación”. Y son estos críticos-escritores los que ponen en escena una nueva forma de ejercer la crítica; nueva forma que en el pensamiento académico aún no cobra impulso.

Para la literatura estas modulaciones del pensamiento actual son como faros que iluminan nuevos recorridos de la letra. No se trata ya de los famosos “camellos” del Corán en el ejemplo anti-localista del Borges del ’50, sino de una nueva política o, mejor aún, una nueva forma de pensar la política de la literatura que se define en los fantasmas de su propia tradición: desde allí puede afianzarse un regionalismo crítico que no caiga en el viejo maniqueísmo nacional-foráneo, ni en la instancia de lo global, ni en la lucha de sus sujetos (hegemónicos o subalternos) tal como lo piensa Cornejo Polar: y aquí la historia resurge como una fuente de oxígeno[13]. De este modo, la supuesta crítica de la modernidad desde el horizonte post-moderno se ve replanteada en sus justos términos (políticos y culturales).

 

Aún así, estos intelectuales están escribiendo y produciendo desde los centros metropolitanos. Subsumidos, para decirlo de algún modo, en las propias estructuras que critican. Volvemos así al complejo problema epistemológico de la representación tal como aparece por primera vez en los relatos sobre la conquista de Sahagún.

 

Las encuestas de literatura nos dan cada 15 o 20 años una solidaria equilibración de fuerzas en el campo, “sin furias y sin camarillas”, según Gramuglio, donde lo que prima es la convención. Si sumamos que, al menos en Argentina, las corrientes literarias actuales se despojan de sentidos geoculturales al modo latinoamericano, la crisis a la que hacía referencia más arriba (El escritor y sus figuras) parece delinear sus perfiles[14]. (Sintomática es la metáfora de la novela La balsa de piedra, del portugués José Saramago, residente en un pueblito de España: la península ibérica desprendiéndose del continente europeo y deslizándose hacia el sur nos habla de nuevas formas geoculturales de pensar la política y viceversa).

 

Creo que es posible otra vuelta de tuerca frente a los locus de enunciación dominantes. Quizá consista en estrujar la tradición y volver a señalar (si no es posible hacer hablar) las voces silenciadas, los espacios excluidos, los sujetos olvidados con una literatura que reconozca su deuda para con la (su) historia en el propio proceso de creación. Quizá así se afiance ese trazo nunca del todo constituido de la literatura latinoamericana: su condición de deuda.

 

 



[1] En este sentido, la figura de César Aira cobra relevancia en tanto su narrativa se posiciona muy ambiguamente en el núcleo moderno del arte, el de la creación artística, o de la innovación. Esa ambigüedad se le escapa a Tomás Eloy Martínez cuando en una entrevista (“El poder escribe la historia”) que le hace la revista Crisis (Nº 62) dice que hay una línea (en la narrativa argentina actual), la de “los posmodernos”, cuya figura central para Eloy Martínez sería justamente Aira.

[2] Como se ve, Vattimo, el filósofo post-moderno, sigue utilizando la vieja tradición filosófica que supone el empleo de la terminología original (en este caso el alemán); un uso “duro” del lenguaje.

[3] El crítico chileno Bernardo Subercaseaux al señalar que “el registro posmoderno expresa una situación mundial nueva, en que las fronteras culturales ya no coinciden con las fronteras políticas y en que esta dicotomía no puede, por ende, ser concebida en términos maniqueos”, se desliga de las visiones que contraponen lo nacional a lo foráneo (v. Nuevo Texto Crítico 6, 1990). Desde este punto de vista, la postmodernidad necesita de un análisis profundo, al que, aunque no es tarea de este ensayo, trataré de aproximarme conjeturalmente (En el apartado final Coda y algunas digresiones, me detengo en algunas posibles posturas frente a la pretendida homogeneización de la cultura global. En este sentido, globalización y post-modernidad son dos caras de una misma moneda: nuevas formas de imperialismo que deben ser desnaturalizadas para un análisis geocultural productivo).

[4] Historia como museo: buena parte de las corrientes historiográficas actuales dan cuenta de la condición de trama del discurso histórico. “Los historiadores han contado siempre historias”, admite Lawrence Stone. Esto supone la puesta en duda de la relación entre la realidad y la representación discursiva de la misma. Puesta en duda que las reescrituras de fin de siglo parecen exacerbar.

[5] Lo que obras como el Guernica de Picasso o el Ulises de Joyce ponían en escena era lo que Ana María Barrenechea llamó “crisis del contrato mimético” y de las formas tradicionales de representación por un lado, y, por el otro, como movimiento involuntario, el acabamiento rotundo en la creencia proyectada del arte: el gesto vanguardista extremó hasta su disolución su propia inocencia. Se volvió dogma. Pero su impulso genuino acabó con la inocencia de las palabras (y las imágenes): de ahí una figura como Sartre dominando la escena de intelectuales y escritores durante la segunda mitad del XX. Del “urinario” de Duchamp a los “jabones” de Warhol no sólo se perdió la inocencia sino hasta la misma perplejidad de esa pérdida. De una orilla a la otra tenemos nuestro propio ejemplo: del creacionismo de Vicente Huidobro a La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig.

[6] “Traduje a volumen por día los sesenta de la colección completa de novelas de Walter Scott, y otras muchas obras que debí a la oficiosidad de Mr. Eduard abbot” (Sarmiento, Recuerdos de Provincia).

[7] “pendenciero” según el diccionario: propenso a riñas o pendencias (contiendas, riña de palabras o de obras). Políticas contra el centro. En Argentina el emblema se configura en la imagen pendenciera del Martín Fierro y en su transfiguración al Juan Moreira, que recorre la cultura argentina hasta llegar al cine, de la mano de Leonardo Favio, en 1972.

[8] Josefina Ludmer analiza las diferentes temporalidades y subjetividades que las novelas del presente ficcionalizan. (En el apartado Reescrituras de fin de siglo vuelvo sobre este ensayo)

[9] El ensayo al que hago referencia (Temporalidades del presente) apareció en el Boletín Nº 10 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la Universidad Nacional de Rosario. Algunas de las novelas y de los autores citados por Ludmer son los siguientes: Los cautivos. El exilio de Echeverría, de Martín Cohan; Don José, de José García Hamilton, novela histórica, que despertó múltiples protestas, sobre San Martín; El teatro de la memoria, de Pablo De Santis; Un secreto para Julia, de Patricia Sagastizábal; El mandato, de Feinmann, y Boca de lobo, de Sergio Chejfec.

[10] V. A. Jauretche. Los profetas del odio, Buenos Aires, Peña Lillo, 1967. El Sarmientismo de Jauretche puede parangonarse con la crítica al Borgismo de David Viñas.

[11] Sabemos el uso que el término “bárbaro” recoge a través de la historia: los griegos llamaban bárbaros a los pueblos extranjeros; en el siglo XVIII aparece en francés el otro término de la dicotomía, “civilización”. La idea, de todos modos, de la dicotomía, ya estaba presente en la antigüedad: el culto a la polis griega o la ciudad romana en contraposición a la rusticidad del campo. Tenemos entonces una idea arcaica cuyo principal elemento es un etnocentrismo milenario. En Argentina, el término “bárbaro” se irá re-semantizando: del indio al gaucho, del gaucho al inmigrante, del inmigrante al “aluvión zoológico” de 1945 con la llegada de Perón al poder. Hoy parece alcanzar a los “villeros” y a los “piqueteros”.

[12] Un figura literaria, precisamente, ilustra este conflicto: “Cuando empleo una palabra”, dice Humpty Dumpty en Alicia en el país de las maravillas, “ésta significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos”. Este enunciado presenta, a primera vista, una fórmula irreductible de la práctica social del lenguaje. Pero cuando Alicia, desconcertada por la paradoja que esa fórmula representa, arguye protestando ante Humpty Dumpty que “la cuestión es saber si usted puede hacer que las mismas palabras signifiquen tantas cosas diferentes” y éste, soberbiamente, replica: “La cuestión es saber quién es el amo, eso es todo”, estamos ante la evidencia de lo que Mignolo llama locus de la enunciación.

[13] “La historia no comienza en Grecia, sino que los diversos inicios históricos están a su vez, sujetos a diversos loci de enunciación”, dice Mignolo.

[14] Dice Perilli: “La literatura continental asiste a un resurgimiento de los nacionalismo y a una pérdida de la perspectiva americanista a la que contribuyeron los regímenes militares así como las democracias neoliberales”. La modernidad en Latinoamérica halla su propia crítica, su contramodernidad, en los pliegues de su Historia.